Nos vinimos del Pensionado y al poco tiempo nos fuimos a Chacabuco, que mi papá había arrendado. Pero yo no podía subir a caballo, lo que me causaba un sacrificio muy grande; pues no hay nada que me guste más que el caballo. Lo pasamos muy bien. Hubo misiones. Tuvimos misa seguido y me sentía muy feliz.
Para mayor humillación contaré una rabieta que tuve, que fue tan grande que parecía que estaba loca. La causa de ella fue que mi hermana y mi prima que estaba con nosotros no se quisieron bañar juntas con nosotras, porque éramos muy chicas. Me disgustó que me dijeran chica y no quería irme a bañar, pero me obligaron. Cuando ya nos estábamos vistiendo, llegaron las chiquillas a apurarnos, pero les contesté que no me vestía hasta que se fueran. Pero ellas no quisieron irse, y mi mamá me dijo que me vistiera. Yo, taimada, no quise. Me pegó mi mamá y fue todo inútil. Yo lloraba y era tanta la rabia que tenía, que quería tirarme al baño. Mi mamita me principió a vestir, pero yo seguía rabiando. Cuando estuve lista, me arrepentí de lo que había hecho y le fui a pedir perdón a mi mamá, que tenía mucha pena [de] verme así y decía que se venía a Santiago para no estar con una chiquilla tan rabiosa. Ella no me quiso perdonar; con lo que yo lloraba inconsolable. Me echó de su pieza y yo me fui a esconder para llorar libremente. Llegó la hora de tomar onces y no quería ir hasta que me obligaron; pero yo estaba avergonzada y no quería mirar a nadie, pues había dado muy mal ejemplo. No sé cuántas veces pedí perdón, hasta que en la noche, mi mamá me dijo que vería cómo era mi conducta en adelante.
Yo creo que de este pecado [rabieta] he tenido contrición perfecta, pues lo he llorado no sé cuántas veces. Y cada vez que me acuerdo, me apeno de haber sido tan ingrata con Nuestro Señor que me acababa de dar la vida.