Agosto 8. Hoy entro a retiro. Oigo la voz de mi Jesús que me dice “vamos a la soledad”. “La llevaré a la soledad y allí le hablaré a su corazón”.
Me retiro con Él en lo íntimo de mi alma y allí, como en otro Nazaret, viviré en su compañía con mi Madre y San José. Jesús me ha dicho que va a hacer un registro en su casita para ver lo que le hace falta para purificarla.
¡Oh, cuán grande me considero después de haber visto mi origen – ¡todo un Dios!- y mi fin: ¡un Dios Infinito! Pero hay un punto entre el origen y el fin, y éste es la vida. ¿Qué he de hacer, pues, mientras viva? Servir, honrar, amar, glorificar a mi Creador. ¿Y cómo? Aquí está mi voluntad. Si soy generosa, me daré toda a mi Jesús, que lo ha dado todo por mí. Las criaturas y todo cuanto poseo me lo ha dado Dios. Luego debo usar de ellas como que no me pertenecen. En todo, pues, debo cumplir la Voluntad de Dios, de mi Creador, de mi Salvador y de mi Todo. Le pertenezco.
¿Qué son todas las cosas sino vanidad? Todo pasa, todo se muere. Luego, ¿para qué apegarme a cosas transitorias, que no me llevan a Dios que es mi fin? Oh, mi Dios, no sé con qué pagarte tantos beneficios como me otorgas. Señor, desde ahora quiero serte fiel. Ya que me he dado a Ti, me quiero dar completamente. Desde ahora comienzo a no mirar sino a Ti, pues eres Tú el único ser soberano. Quiero que todas mis acciones sean según Tu Voluntad. Ya no me importa la pobreza, los desprecios, pues esto me lleva a Ti. Quiero ser indiferente a todo, menos a Dios y mi alma. ¡Oh, qué ingrata me veo para con mi Dios! Tengo confusión, vergüenza con tantos pecados como he cometido. Dios mío, perdón. Cuánto te he ofendido y qué bueno eres Tú, que no me has condenado. Yo desde ahora odio el pecado pues él me aparta de Ti. Me hace objeto de horror a tu vista.
Señor, perdón. Ya desde ahora quiero ser santa. Y pensar que el germen de todos los pecados es la soberbia y esa es mi pasión dominante… ¿Qué soy yo, Señor, sino miseria, nada criminal? ¿Qué tengo yo, Señor, que Tú no me hayas dado? Señor, quiero ser humillada, ser despreciada, aborrecida, para acercarme más a Ti; para no amar más que a Ti. Quiero sufrir para reparar mis pecados. ¡Perdón, Señor, ten piedad de mí!
He comprendido que lo que más me aparta de Dios es mi orgullo. Desde hoy quiero y me propongo ser humilde. Sin la humildad las demás virtudes son hipocresía. Sin ella las gracias recibidas de Dios son daño y ruina. La humildad nos procura la semejanza de Cristo, la paz del alma, la santidad y la unión íntima con Dios. Dos son los medios necesarios para alcanzarla: 1° La consideración de los motivos que tenemos para humillarnos. 2° La práctica frecuente de actos de humillación. Los grados principales son éstos: 1° Sentir bajamente de sí y tratar de sus cosas como se suele hacer con aquellos a quienes se desprecia. 2° El verdadero humilde no quiere ser estimado. Nada grande siente o habla de sí; antes bien, se reputa por el último de todos. Si otros lo trataren así, sufrirlo en silencio. 3° Desear que lo hagan y buscar con cuidado estas ocasiones. 4° Si condenaran nuestro parecer o intención, alegrarse, dar gracias a Dios por ello.
Yo practico a veces los dos primeros. La humildad debe ser voluntaria, debe ser sincera, debe ser circunspecta, esto es, saber cuándo se debe ejercer. Jesús, manso y humilde de corazón, haced mi corazón semejante al vuestro.
Oh, Jesús, estoy confundida, ¡aterrada! Quisiera anonadarme en vuestra presencia. Tantos pecados con que os he ofendido. Mi Dios, perdóname. Me veo como un abismo oscuro, del cual sale un hedor insoportable. Sí, mi Jesús, ¡qué pena tengo de haberte ofendido, de haber afeado mi alma, de haber desfigurado tu divina imagen en ella! Quizás he sido, no una sino muchas veces, objeto de horror a vuestra vista. Señor, perdón. Quisiera morir antes que haber pecado. Yo, una criatura que casi no se ve. Soy una nada, más aún, soy una nada criminal que me levanté contra mi Creador, ese Ser que es la misma Sabiduría, el mismo Poder y que es la misma Bondad, que no ha hecho sino llenarme de beneficios y me conserva la vida. ¡Señor, mi Padre, mi Esposo, perdóname mis maldades, mis ingratitudes! Señor, desde ahora quiero ser santa.
Cuán diferentes son las cosas miradas bajo la luz de la muerte. Aparecen en toda su realidad y entonces el alma exclama: “Vanidad de vanidades y todo vanidad”. Todo es nada. Todo lo que el mundo estima no vale nada.
Jesucristo lo desprecia. Ahora quiero ser pobre, pues las riquezas, la plata, los vestidos, las comodidades, las buenas comidas, ¿de qué me servirán en mi lecho de muerte? De turbación, nada más. ¿De qué sirven un gran nombre, los aplausos, los honores, la adulación y estima de las criaturas? A la hora de la muerte, todo desaparece con ese cuerpo que va a ser muy pronto vaso de podredumbre y corrupción.
Tú, Jesús, la Sabiduría Infinita, despreciaste todo esto. Luego tu esposa ingrata quiere con tu ayuda despreciarlo. ¡Oh, María, Madre mía, dame humildad, dame la verdadera sabiduría! No pasaré ningún día sin acordarme de la muerte y de la vanidad de las cosas humanas. Mi corazón, Jesús, no te ha de amar sino a Ti.
Oh, qué espanto causará al alma cuando vea toda la enormidad de sus faltas, vea a su vista toda su vida, ver que ha desfigurado la imagen de su Creador. ¡Qué confusión tendrá cuando Jesucristo se le presente! ¡Qué horror! Jesús mío, ten piedad de mí. Acuérdate, Jesús, que toda mi vida sólo he deseado ser tuya. No sé por qué no me causa tanto espanto el juicio, pues yo [no] creo que las almas que han tomado y elegido a Jesús por dueño de su corazón sean rechazadas. Un esposo tiene compasión de su esposa. ¡Madre mía, “Spes única”, cuando comparezca ante mi Juez, dile que soy tu hijita! El infierno me hiela. Pero sólo una cosa me causa más horror que todo y es lo que dijo Santa Teresa: “los condenados no amarán”. ¡Oh! El corazón humano cómo sufrirá entonces, pues Dios lo creó para Él. Odiar a Dios es el mayor suplicio. Jesús querido, acabo de ver lo que es el infierno; lo terrible que es. Pero te digo que preferiría estar allí por una eternidad con tal que un alma, aunque fuera tan miserable como la mía, te amara. Sí, Madre mía, repíteselo a Jesús a cada latido de mi corazón; aunque sé que ya no sería infierno sino cielo, pues el amor es cielo.
Jesús querido, he disipado los tesoros de gracias con que me has colmado. He sido ingrata. Te he abandonado. Pequé, Padre mío, contra Ti.
Perdón, Jesús querido. Soy indigna de tus celestiales miradas. No quiero que me mires, pero dame sólo un refugio en tu Divino Corazón. Allí quiero vivir, purificándome con tu fuego abrasador.
Oh María, he despreciado a tu Hijo por darme gusto, por divertirme. ¡Oh! Perdón. Desde hoy quiero que mi inteligencia no conozca sino a Él; que mi voluntad no se incline sino a Él; que mi corazón y todo mi ser no pertenezcan sino a Él.
Habló [el predicador] sobre tu imitación, Jesús mío. Tú crecías en gracia delante de Dios y de los hombres. Eras obediente, trabajador. Madre mía, enséñame a imitar a mi Divino Esposo.