*** «11 de enero: día de la felicidad».
Ojo. No te extrañes de mi estilo, pues estoy ebria de felicidad. ¡Bendito sea Dios!»
Querida hermanita: Que la gracia del Espíritu Santo sea siempre en tu alma.
Cuánto tiempo hace que no nos vemos; pero nuestras almas siempre se encuentran en el Divino Jesús. ¡Qué dicha más grande la nuestra el ser amigas como lo somos, amándonos en Jesús, por Jesús y para Jesús! Si supieras por un instante el gran favor que N. Señor me ha dispensado, le darías gracias por mí, pues yo ni dar gracias sé. El es demasiado bueno para conmigo.
Ayer se cumplieron, por fin, los deseos que abrigara desde hace cuatro años. Conocí mi querido «palomarcito». N. Señor echó a todos al campo -hasta Miguel, que no va nunca- y ayer, sábado, fuimos a Los Andes, pues solamente estamos en casa Rebeca e Ignacito y yo con mi mamá. El
viernes, apenas se fueron los niños, le propuse a mi mamá. Fuimos a pedirle el permiso al Padre, que me lo concedió. Pusimos un telegrama a Madre Angélica y al otro día nos embarcamos en el expreso y llegamos a Llay-Llay a las 10. Tuvimos que esperar una hora, porque el tren que venía de Los Andes -el cual teníamos que tomar para llegar a las 11 y media allá y poder volvernos en el tren de 2,10- un carro se descarriló. Así es que llegamos a Los Andes a la una.
Mi conventito tiene un aspecto lo más pobre posible. No tiene forma de convento, pues es una casa vieja y fea; pero esa pobreza habló y conmovió mi corazón más de lo que te imaginas.
La Madre Angélica nos estaba esperando; pero antes fuimos a almorzar al hotel, y a la una y tres cuartos estaba golpeando la puerta. Hermanita querida, lloro en este instante al pensar en la felicidad de que gocé ayer, cuando oí por primera vez la voz de la Teresita Montes y después la de mi Madrecita. No hacía un segundo que estaba allí y mi alma gozaba de una paz inalterable. Después de luchar con tantas dudas, había encontrado mi puerto, mi asilo, mi cielo en la tierra. Sólo Dios que veía mi corazón podrá comprender mi felicidad.
Hablé con la Madre Angélica sola desde la una y media hasta las cinco, mientras mi mamá hablaba con Teresita Montes. Me dijo que mis dudas las había encontrado infundadas, que desde mi primera carta había visto que yo había nacido carmelita. Me principió a hablar de la vida de la carmelita, de la unión con Dios; que sólo se hablaba de Dios; nada de lo del mundo llegaba a ese cachito de cielo. La celda, me dijo, era el templo donde la carmelita entraba a sacrificar; allí la cruz sin Cristo está extendida para ella. Se levantan un cuarto para las cinco; tienen una hora de oración; después creo es el oficio divino. Sí, mi querida hermanita, es verdaderamente divino. Allí el alma, unida con los ángeles, prorrumpe en alabanzas hacia Dios, mientras los hombres olvidándolo, despreciándolo, ofendiéndole, se olvidan del fin para que fueron creados. Los salmos son de una hermosura incomparable como inspirados por el mismo Dios. El alma que verdaderamente se penetra de ellos, quedará muy cerca del cielo, pues cantar el oficio es hacer lo que hacen los ángeles en el cielo.
Mi Madrecita me prestó el oficio en español para que me fuera penetrando del sentido de sus palabras. Oí rezar vísperas. Me parecía estar en el cielo, y al fin me uní con mis hermanitas para rezar las letanías, mi primera oración en comunidad. La capillita es chica, un poco oscura y muy recogida. Yo no sabía dónde estaba. Jesús estaba ahí. Lo contemplaba con el rostro sonriente -única vez que lo veía así-, pues por lo general lo contemplo siempre triste; pero allí oía el canto de sus esposas, y mi Jesús reía complacido con el susurro de amor de estas almas puras, que todo lo han dejado por amarlo.
Después hablamos de humildad. Me dijo que tratara siempre de anonadarme delante de mi Jesús, que consi…
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