48. La ida a Los Andes.

48. La ida a Los Andes.

11 de enero de 1919. No tengo palabras para expresar el agradecimiento a mi Jesús. Es demasiado bueno. Yo me anonado ante sus favores. Me abandono en sus brazos. Me dejo guiar porque soy ciega y El es mi Luz. Soy soldado que sigo a mi Capitán. Donde quiera que El esté, está su soldado. No soy nada. El es todo. Oh, cómo el alma que tiene su esperanza puesta en El no tiene que temer, porque todos los obstáculos, las dificultades, El las vence!

La ida a Los Andes, que me parecía imposible, se la había confiado a N. Señor. Si El quería, bueno; y si no, también bueno. Cada día crecían más mis dudas. Estaba en una turbación tan grande que ya no sabía lo que me pasaba, cuando he aquí que todos los chiquillos se fueron al campo con mi papá, arreglándose todo para podernos ir con mi mamá, que tuvo la bondad de llevarme.

Nos fuimos en el expreso de la mañana para tomar la combinación; pero resultó que ésta se atrasó y tuvimos que esperar una hora y no nos pudimos volver en el tren de la tarde, sino en el de la noche. Dios lo permitió para que pasara más tiempo en mi conventito. Cuando llegamos allá me encontré con una casa pobre y vieja. Ese iba a ser mi convento. Su pobreza me habló al corazón. Me sentí atraída hacia él. Después salió a abrir una niña que nos dijo que M. Angélica nos esperaba después de almorzar. A las once y media volvimos. Entré al locutorio y salió la Teresita Montes al torno. Hablamos con ella. Yo no sabía lo que me pasaba. Fue a llamar a Madre Angélica. Oí por vez primera su voz. Me sentía feliz. Me quedé sola con ella. Nos pusimos a hablar de la vida de la carmelita. Me la explicó entera. Me habló del oficio divino: cómo la religiosa reemplaza a los ángeles cantando las alabanzas de Dios. Después tocaron a vísperas y me dijo que podíamos ir a la iglesia. Esta era oscura. En el fondo estaba la reja y se oía rezar el oficio con una devoción tan grande que verdaderamente creía estar en los cielos. Yo no rezaba. Estaba anonadada delante de mi Dios. Mi alma lloraba de agradecimiento. Me sentía feliz, satisfecha. Veía a N. Señor con el rostro sonriente y parece que me decía que estaba feliz allí, oyendo las alabanzas de sus esposas. Yo pensaba que también me uniera algún día a ese coro; yo,tan pecadora, tan miserable, unirme a esos ángeles. Lloraba porque no sabía lo que me pasaba. Después rezaron las letanías y tuve la felicidad entonces de unirme a ellas. Fue mi primera oración unida a ellas para mi Madre Santísima.

Después fui al locutorio. Me sentía en una paz y felicidad tan grande como me es imposible explicar. Veía claramente que Dios me quería allí y me sentía con fuerza para vencer todos los obstáculos para poder ser carmelita y encerrarme allí para siempre. Hablamos del amor de Dios. M. Angélica lo hacía con una elocuencia que parecía le salía de lo íntimo del alma. Me hizo ver la gran bondad de Dios al llamarme y cómo todo lo que tenía era de Dios, Después me habló de la humildad: cómo era tan necesaria esta virtud; que siempre me considerara la última; que me humillara lo más posible; que cuando me reprendieran dijera interiormente: «Esto y mucho más merezco». Me habló de mis hermanitas de lo buenas que eran. Hablé con ella hasta las cuatro y media sola. Entonces mandó a mi mamá a tomar onces. Vino la Teresita Montes a preguntar si quería hacer la «visita de vistas».

Entre tanto sacó la cortina de las rejas y principiaron todas a entrar y a acercarse a la reja. Yo estaba hincada. Me consideraba indigna de estar de pie delante de tantas santas. Todas con el velo subido me fueron a saludar con tanto cariño que me confundía. Al principio era tanta mi emoción que apenas podía hablar, pero ya después hablamos con una confianza suma.

Ellas demostraban una alegría y al mismo tiempo una familiaridad entre ellas que me encantó. Me preguntaron cuándo me iba. Yo les dije hasta mayo. Entonces una fue a ver que si era San José o el Espíritu Santo el primero que tocaba. Entonces resultó el siete el día de San José, y a él me encomendaron. Después de un buen rato todas se fueron despidiendo y me quedé con M. Angélica, quién me mandó a tomar onces. Obedecí aunque no tenía ganas, pues me sentía llena. Al cabo de media hora volví; pero entonces habló mi mamá con ella y yo me puse en oración.

Después me llamó para darme unos libros y otras cosas que le pedí. Me despedí con pena, al mismo tiempo que llevaba mi alma henchida de felicidad. ¡Cómo Dios había trocado la tempestad en bonanza; la turbación, en una santa paz!

Volvimos y pedimos a Dios no encontrar a nadie conocido y así fue. ¡Bendito y alabado sea mi Dios! Llegamos a las once y media. Sólo la Rebeca nos esperaba. Nadie había sospechado. ¡Cómo Dios en su bondad me arregla todo sin hacer yo nada!.