[Mayo 20.1919]. En la noche sentí una pena inmensa por la separación. Se me representaba la Rebeca sola en nuestro cuarto llorando. Deseaba ardientemente abrazar y estrechar a cada uno de los que abandoné por Jesús. No sabía ya la pena que sentía y si declarársela a nuestra Madrecita, pues me parecía que era buscar consuelos en las criaturas. Pero le dije a N. Señor que, si ella venial a dejarnos [al noviciado], le diría; si no, me callaría. Pero N. Señor, como siempre me regalonea, permitió, contra la costumbre, que viniera. Le dije mi pena y ella me llevó al coro donde me llegaba a estremecer de la violencia del dolor. Gracias a las oraciones de nuestra Madrecita quedé más en paz y pude dormir después.
22 de mayo [1919]. N. Señor en la oración me manifestó cómo El había sido triturado por nosotros y convertido en hostia. Me dijo que para ser hostia era necesario morir a sí misma. Una hostia -una carmelita- debe crucificar su pensamiento, rechazando todo aquello que no sea de Dios. Siempre tener el pensamiento enclavado en El. Los deseos, dirigidos a la gloria de Dios, a la santificación del alma. Una hostia no tiene voluntad propia, donde quiera la transportan. Una hostia no ve, no oye, no se comunica exteriormente sino en el interior.
Después me mostró cómo, a pesar de su agonía en el altar, las criaturas no lo amaban, no reparaban en El. Esto me ha tenido muy apenada todo el día. Es una especie de martirio, pues me siento sin fuerzas para amarle como debiera; muy miserable, e incapaz de ofrecerle ningún consuelo. Además veo la ingratitud de los hombres. Esto me produce una amargura indecible. Para mayor tormento, me llegó carta de mi mamacita en que me dice ruegue para que N. Señor se lleve a Miguel, porque está muy malo. Esto me tiene fuera de mi misma, porque es mi propia sangre la que ofende a Dios. Estoy incapaz de nada. Tanto es el amor que experimento y la amargura por los pecados. N. Señor me dijo en la comunión lo consolara. Se me presenta a cada instante como agonizante. ¡Es horrible…! Me dijo lo acariciara, lo besara, porque esto le servía de consuelo.
26 de mayo 1919. Hace tres días que estoy sumida en la agonía de N. Señor. Se me representa a cada instante moribundo. Con el rostro en el suelo. Con los cabellos rojos de sangre. Con los ojos amoratados. Sin facciones. Pálido. Demacrado. Tiene la túnica hasta la mitad del cuerpo. Las espaldas están cubiertas de una multitud de lancetas, que entiendo son los pecados. En las paletas, tiene dos llagas que permiten verle los huesos blancos, y enclavados en los huecos de estas heridas, lancetas que llegan hasta penetrar en los huesos. En la espina dorsal tiene lancetas que le duelen horriblemente. Por ambos lados corre la sangre a torrentes e inunda todo el suelo. La Sma. Virgen está a su lado de pie, llorando y pidiendo al Padre misericordia. Esta imagen la veo con una viveza tal que me produce una especie de agonía. No puedo llorar, pero me cubro entera de transpiración y las manos se me hielan y el corazón me duele y se me corta la respiración.
Con esta visión, todo se me hace amargo y no encuentro gusto nada más que en estar acompañando a N. Señor. Pero encuentro más perfecto hacerlo todo sin demostrar exteriormente ninguna pena. Con mi Madrecita he conversado, pues sentía necesidad de que lo consolasen almas que no fueran tan miserables como la mía. N. Señor me dijo que tanto nuestra Madrecita y Hermanitas como yo lo habíamos consolado. No sé cómo agradecerle a N. Señor me haga participante de sus sufrimientos y que encuentre consuelo en mí, pecadora miserable. Lo único que me pide es que no hable de mí misma, viva sólo para Dios y para consolarlo. Que sufra en silencio. Pero como a veces ya no puedo más, me desahogo con mi Madrecita. ¿Hasta cuándo buscaré las criaturas? Deseo no morirme sino hasta el fin del mundo para vivir siempre al pie del sagrario, confortando al Señor en su agonía.