El día de mi Primera Comunión fue un día sin nubes para mi.
Mi confesión general. Me acuerdo: después que salí me pusieron un velo blanco. En la tarde pedí perdón. ¡Ay!, Me acuerdo de la impresión de mi papacito. Fui a pedirle perdón y me besó. Entonces yo después me le hinqué‚ y llorando, le dije que me perdonara todas las penas que le hubiera dado con mi conducta. Y [a] mi papacito se le cayeron las lágrimas y me levanté y me besaba diciendo que no tenía por qué pedirle perdón, porque nunca le había disgustado, y que estaba muy contento viéndome tan buena. ¡Ay!, sí, papacito, porque vos erais demasiado indulgente y bondadoso para conmigo. Le pedí perdón a mi mamá, que lloraba. A todos mis hermanos y por último, a mi mamita y demás sirvientes. Todos me contestaban conmovidos. Yo, como estaba en retiro, estaba aparte, así es que no comía en la mesa.
El 11 de septiembre de 1910, año del centenario de mi Patria, año de felicidad y del recuerdo más puro que tendré en toda mi vida.
Ese hermoso día para mí, fue un día hermoso para la naturaleza también. El sol despedía sus rayos que llenaban mi alma de felicidad y de acción de gracias al Creador.
Desperté temprano. Mi mamá me vistió y me puso el vestido. Me peinó. Todo me lo hizo ella, pero yo no pensaba en nada. Para todo estaba indiferente, menos mi alma para Dios. Cuando llegamos, nos llevamos repitiendo el rosario de Primera Comunión. En vez de Ave María, se repetía: «Venid, Jesús mío, venid. Oh mi Salvador, venid Vos mismo a preparar mi corazón».
Llegó por fin el momento. Hicimos nuestra entrada en la capilla de dos en dos. Usted, Madre mía, iba a la cabeza y Monseñor Jara – quien nos daría la Sagrada Comunión -, detrás. Todas entramos con los ojos bajos, sin ver a nadie y nos hincamos en los reclinatorios cubiertos de gasa blanca, con una azucena y vela al lado. Monseñor Jara nos dijo palabras tan tiernas y hermosas que llorábamos todas. Me acuerdo una cosa que nos dijo: «Pedid a Jesucristo que, si habéis de cometer un pecado mortal, que os lleve hoy, que vuestras almas son puras cual la nieve de las montañas. Pedidle por vuestros padres, los autores de vuestra existencia. Y las que los han perdido ahora es el momento de encontrarlos. Sí; aquí se acercan para ser testigos de la unión íntima de vuestras almas con Jesucristo. Mirad los ángeles del altar, niñas queridas. Miradlos, os envidian. Todo el cielo está presente». Yo lloraba. Por fin nos dijo que no quería demorar más la unión de Jesucristo. Que ya estaríamos sedientas de El y lo mismo Jesucristo.
Nos acercamos al altar mientras cantaban ese hermoso canto: «Alma feliz», que jamás se me olvidará.
No es para describir lo que pasó por mi alma con Jesús. Le pedí mil veces que me llevara, y sentía su voz querida por primera vez. «¡Ah Jesús, yo te amo; yo te adoro!» Le pedía por todos. Y [a] la Virgen la sentía cerca de mí. ¡Oh, cuánto se dilata el corazón! Y por primera vez sentí una paz deliciosa. Después que dimos acciones de gracias, fuimos al patio a repartir cosas a los pobres y a abrazar [cada una] a su familia. Mi papacito me besaba y me levantaba en sus brazos feliz.
Ese día fueron muchísimas chiquillas a la casa. Para qué‚ decir nada de los regalos que tenía: la cómoda y mi cama estaban llenos.
Pasó ese día tan feliz, que será el único en mi vida.
Nos cambiamos de casa al poco tiempo. Pero Jesús, desde este primer abrazo, no me soltó y me tomó para sí.
Todos los días comulgaba y hablaba con Jesús largo rato. Pero mi devoción especial era la Virgen. Le contaba todo. Desde ese día la tierra para mí no tenía atractivo. Yo quería morir y le pedía a Jesús que el ocho de diciembre me llevara.