Mis dolores y enfermedad iban cada día siendo peor. El ocho de diciembre yo me sentí morir. Desde ese día caí en cama a firme para levantarme operada. Mi mamá principió una novena a Teresita del Niño Jesús (carmelita), porque soy muy devota de ella. Estuve mejor, pero el veinticuatro a mi mamá se le olvidó rezar la novena en la noche y, he aquí que al otro día amanecí mucho peor. A las doce del día me dio una fatiga que creyeron que iba a morirme; pero Nuestro Señor quiso conservarme. ¡Oh, qué bueno es Dios conmigo!
Se resolvió hacerme operación. Me llevaron al Pensionado de San Vicente el lunes veintiocho. Sólo Dios sabe lo que sufrí. Tener que ir a morir fuera de la casa me daba pena. Por otra parte, sentía una repugnancia tan grande a dormir en camas donde otros enfermos habían estado… Así es que se me hacía terrible irme.
Ignacito entraba a mi pieza con los ojitos llenos de lágrimas pero apenas me veía se secaba las lágrimas y se ponía a jugar. Pero no lo vi llorar ni un instante, cosa admirable en un niño que acababa de cumplir cuatro años. Me fui con mi mamá y mi mamita el lunes en auto. Llegué al pensionado como muerta con las fatigas pero luego volví.
Comulgué a las cinco de la mañana. ¡Qué Comunión! Creía que era la última. Le pedí a Nuestro Señor con toda mi alma que me diera valor y serenidad. ¿Qué habría sido de mí sin el auxilio de Jesús? ¡Oh Jesús dulcísimo, yo te amo!
Llegaron las niñitas a verme. Jugué con tranquilidad al naipe con ellas. Más tarde, llegó la enfermera a arreglarme. Después, el doctor, etc.
Después de almuerzo tenía tantos nervios que no sabía lo que me pasaba y me puse a llorar y a reírme. Mi mamá me dio un remedio y quedé más tranquila. Llegaron las niñitas a las dos [con] mi tía Juanita y yo le pedí que se quedara en la operación. Me prometió que sí. Después llegó mi tío Eulogio hermano de mi mamá, y la Juanita Ossa de Valdés, y me metieron una conversación tan distinta de lo que yo pensaba. Era por entretenerme. Pero yo me preparaba a morir. En esto estábamos cuando llegó la Madre a buscarme No puedo decir cuán buenas eran las Madres conmigo. Me iba a acompañar siempre que podía. Me ponía flores en el cuarto para que se viera alegre.
Yo tomé mi Virgen, me abracé de mi Crucifijo, los besé y les dije: «Luego os contemplaré cara a cara. Adiós». Me pusieron una cantidad de reliquias y me subí a la camilla. Me fueron tirando mis tías, pero a mi lado iba mi mamá, Lucita y Rebeca. A cada Madre que veía le decía que rezara por mí y conversaba con todas. Anduve dos cuadras para llegar a la clínica. Pasé por el departamento de los hombres. Yo iba que ya no podía más de ganas de llorar, cuando diviso a un sirviente muy antiguo que le habían hecho operaciones. Me dio tanta pena de pensar que no lo vería más y, además, me parecía que me llevaban como un cordero al matadero para matarme y me puse a llorar. Di un grito. Se me escapó un sollozo, pero [me] dije: «No tengo que llorar», y me sequé las lágrimas y aparenté tranquilidad para no dar pena a mi mamá. Después pedí a Jesús que mi mamá no se despidiera, y Jesús me lo concedió. Y mi mamá con mi tío Eulogio se quedaron atrás, sin darme cuenta.
Cuando llegué a la clínica me subieron unos sirvientes las gradas. Entonces la Lucía y Rebeca me dicen: «Adiós»… Ese adiós fue para mí como un dardo que despedazó mi corazón y ser; me cayeron las lágrimas. Pero, ¿acaso no había prometido a Jesús no llorar? Y haciendo un esfuerzo me sequé las lágrimas y les dije: «Adiós».
Salieron los doctores. Me puse a conversar tranquilamente, pero me parecían carniceros; mas Jesús venció por mí. Antes de ponerme el cloroformo besé mi medalla y me metí en el Corazón de Jesús diciendo adiós, al mundo.
Mi papá y mi tía Juanita debían asistir; pero mi papá no tuvo valor. Cuando desperté tenía la cabeza mala y no sabía dónde estaba. Creía que venía del otro mundo, así es que, a cada persona que veía, me ponía a llorar. El dolor era terrible y el cloroformo me causó terribles efectos, pero así me acordaba de ofrecérselo a Nuestro Señor, pues mi mamá me lo recordaba. Un solo instante no más me desesperé; pero inmediatamente me arrepentí.
El día de Año Nuevo [1915] me llegó una carta. La Madre que me cuidaba, que era tan buena, ese día, después que hube comulgado me dijo: «Hay una carta para Ud». Yo estaba feliz y decía que mis amigas me habrían escrito. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando la abrí y era de Jesús, en francés. Era preciosa la cartita y me la mandaba la Madre, con otros santitos muy bonitos. Tenía mil delicadezas esta buena Madre. Todos los días me ponía flores para que estuviera alegre la pieza. Un doctor, el del Pensionado, me mandó orquídeas, que es una flor sumamente cara. Era la primera [vez] que me mandaban flores y yo se las mandé a Jesús. Me costó mucho este sacrificio, pero lo hice.