Demoledores y Creadores
Hay un poder siempre reinante, una dinastía que no conoce ocaso,
una luz que jamás se extingue, y este poder ha sido siempre combatido, esta
dinastía sin cesar perseguida, esta luz ha estado continuamente circundada
de tinieblas. He aquí la eterna historia del poder de la Iglesia, de la dinastía del
Papado, de la luz, de la verdad. Mientras todo pasa y fenece a sus pies,
mantiénese la Iglesia erguida, porque está sostenida por el poder de lo alto.
Corramos el telón del escenario de los pueblos modernos, y veremos que en
cada siglo, los hijos de la Iglesia tienen que llevar a sus labios la trompa
guerrera. Esta lucha no terminará, porque eterno es el antagonismo entre la
sombra y la luz. Mientras los hijos de la sombra demuelen, los hijos de la luz
regeneran. De allí el título que adoptamos: “Demoledores y Creadores”.
I
¿Qué pasa en el siglo XVI? Los países de Europa se encienden en el
fuego de guerra fratricida. En Alemania un astro siniestro se interpone entre
las almas y el sol de la verdad. Lutero y sus secuaces dan el grito de guerra. El
blanco de sus ataques es la autoridad de la Iglesia. ¡Creed lo que queráis!…
¿Cuál es el fruto de esta rebelión? La destrucción de la comunión de ideas.
Las naciones se ven inundadas en sangre, las almas envueltas en las tinieblas
del error, y la herejía, como río desbordado, arrastra a las masas populares, a
la nobleza, a los tronos y hasta a los ministros del altar. Los canales por donde
Dios derrama las gracias sobre las almas están, pues, envenenados.
Mas, ¿será posible que el mundo perezca? No; que un nuevo astro
surge en el horizonte: es el herido de Pamplona, Ignacio de Loyola, que cae
como soldado de un rey terreno y se levanta como guerrero del Rey del cielo.
Verlo alistar una compañía que no ha de manejar el cañón ni empuñar la espada.
¿Queréis conocer sus armas? ¡El crucifijo! ¿Su divisa? ¡La mayor gloria divina!
Sus soldados se derraman por doquiera y, portadores de la luz de la verdad,
van dejando tras sí una huella luminosa: luz derraman en Europa,
en la controversia, la predicación, la enseñanza; luz derraman en las Indias
con Francisco Javier, que regenera en las aguas del bautismo millones de
almas; luz derraman los soldados de la nueva milicia doquiera que dirigen sus
pasos.
II
Demos vuelta a la página del siglo XVI y veremos en el siglo siguiente el
mismo espectáculo de sombra y luz de demoledores y creadores. En el siglo
XVII vemos destacarse entre las sombras una figura de aspecto rígido y
severo: Jansenio, que arroja el hielo y la sombra por donde pasa. La llama del
amor vacila y acaba por extinguirse con un grito impío: ¡Cristo no murió por
todos! Ya no presenta el Crucifijo con los brazos extendidos para recibir a
todos, a todos sin excepción, sino con los brazos entreabiertos para recibir a
unos cuantos y rechazar a los demás. “Huid del Dios del Sacramento, pues
podéis enajenaros su voluntad por vuestra indignidad. ¡Huid, huid!”, claman los
demoledores del siglo XVII. Y las almas, aterradas, huyen… y se hielan y se
pierden…
Dios estaba herido en lo más delicado de su amor… El Verbo pronuncia
una vez más la palabra creadora que va a hacer brillar la luz en medio de las
tinieblas. En Paray-Le-Monial se levanta un sol esplendoroso y vivificante:
Jesucristo muestra a una humilde visitandina su Corazón abierto, abrasado en
llamas de amor; se queja del olvido de los hombres y los llama a todos con
insistencia. La legión jansenista grita: “¡Huid, huid”… La voz de Paray-Le-
Monial clama en tanto: “¡Venid, venid!”… La negra bandera del terror cederá
ante el hermoso estandarte del amor. ¿Es esto todo? No. Allí está el gran
apóstol de la caridad, San Vicente de Paul, que, a imitación del Maestro divino,
llama al pobre, al enfermo, al niño. Para todos hay cabida en su corazón. Su
bella legión de Hermanas de la Caridad arranca al infierno millares de almas
en el instante supremo. El amor desterrado reanima a las almas. La luz saca a
los espíritus de las sombras. El Corazón divino de Jesús y el corazón deificado
de Vicente de Paul, hablan de amor: de amor infinito el uno, y de compasión
hasta el heroísmo el otro.
III
La lucha no ha terminado. El enemigo acecha siempre a la Iglesia. La
tempestad es más terrible que nunca en el siglo XVIII. Los corifeos de la
maldad -Voltaire y Rousseau- se muestran, el primero con la sonrisa burlesca
en los labios y la blasfemia en la pluma; el segundo con el sofisma y la
confusión en las ideas, y ambos con la corrupción en el corazón. Los
pretendidos filósofos quieren explicarlo todo racionalmente, y proclaman a la
faz del mundo que no hay Dios, y arrancan a Cristo del corazón de nobles y
plebeyos, y aun se atreven a arrancarlo del corazón del niño. ¡Deteneos,
infames! Está colmada vuestra medida. Ese santuario de inocencia no puede
ser traspasado. ¡Esos niños pertenecen a Jesucristo! Un apóstol se levanta en
nombre del Dios de la infancia. Juan Bautista La Salle funda las escuelas
cristianas, encerrando en el corazón de los niños desvalidos la chispa de la fe
que se extingue por todas partes.
¡Guerra al Papa! Es el grito de la falange mortífera. Y en su frenético
entusiasmo dice que ya no habrá quien suceda al mártir de la impiedad, a
Pío VI. Mas, no gritéis tan alto. Dios ha dicho que las puertas del infierno no
prevalecerán, y se burlará de vuestros designios. Ved sentado y establecido en
el trono un nuevo Papa. Lanzasteis a vuestra noble nación sobre el patrimonio
de San Pedro, y he aquí que los cismáticos cumplen inconscientemente su
misión: ellos arrojan al invasor y, bajo la seguridad de sus armas vencedoras,
nombra la Iglesia un nuevo piloto: ¡es Pío VII!
CONCLUSION
¡Oh Iglesia, tu poder jamás será destruido! Las tinieblas cubrieron la faz
del universo en la aurora del tiempo, y al Fiat lux, huyeron vencidas. Más
tarde, las sombras de la idolatría cubrieron al mundo antiguo, vino el Verbo y
disipó las tinieblas, porque el Verbo era la Luz. Hoy las sombras cubren de
nuevo el orbe cristiano. Mas allí está la palabra de Cristo, Verdad eterna:
“Aquel que me sigue y cumple mi palabra no anda en tinieblas” .
¡Oh palabra de vida! ¡A Ti amor eterno, a Ti eterna fidelidad!