J,M.J.T. 11 de junio de 1919
Mi Lucho querido: Que el amor de Jesús se apodere de tu alma.
No creo me culparás por no contestar inmediatamente tus dos cartitas, pues ya no me pertenezco. Di todo cuanto tenía. ¡Hasta mi propia libertad! Tengo que cumplir lo que Nuestro Señor me ordena a cada momento, y así sólo ahora vengo a leer tu última carta. ¡Qué felicidad! ¡Qué dichosa me encuentro en sacrificarlo todo por Dios! Todo esto es nada en comparación de lo que Nuestro Salvador se sacrificó por nosotros desde la cuna hasta la Cruz, desde la Cruz hasta anonadarse enteramente bajo la forma de pan. El, todo un Dios, bajo las especies de pan, y hasta la consumación de los siglos. ¡Qué grandeza de amor infinito! Amor no conocido, amor no correspondido por la mayoría de los hombres.
Lucho querido, todos estos días te he tenido conmigo en el cenáculo… Cómo quisiera traspasarte, hermanito de mi alma, mis sentimientos. ¡Cómo quisiera hacerte ver el horizonte infinito, hermosísimo, increado, que vivo contemplando! Amo a Dios mil veces más que antes, porque antes no lo conocía. El se revela y se descubre cada vez más al alma que lo busca sinceramente y que desea conocerlo para amarlo. Lucho, todo lo de la tierra me parece cada vez más pequeño, más miserable ante esa Divinidad que, cual Sol infinito, va iluminando con sus rayos mi alma miserable. Oh, si por un instante pudieras penetrarme hasta lo íntimo, me verías encadenada por esa Belleza, por esa Bondad incomprensible… ¡Cómo quisiera atar los corazones de las criaturas y rendirlas al amor divino! Tú no reconoces el cielo que yo, por la misericordia de Dios, poseo en mi corazón. Sí. En mi alma tengo un cielo, porque Dios está en mi alma, y Dios cielo es.
Tú dices que serás bueno por mí. Esto no te lo permito. Por una criatura miserable jamás hemos de obrar. Ama y haz el bien por poseer eternamente el Bien inmutable, el bien infinito, el único que puede llenar y satisfacer tu voluntad. Yo ¿qué puedo? Nada. Absolutamente nada. Únete a mí en el obrar, a fin de no tener otro móvil en nuestros actos que Dios. Pero nos separamos Lucho, si no obras por El. Pues ¡qué abismo más inmenso puede existir entre las obras hechas por Dios y las que se hacen por una criatura! Lucho, sígueme y obra por Dios…
Me dices que te asegure en mis cartas que te quiero siempre como hermana. ¿Lo dudas por un instante? Acaso no conoces que mi corazón está perfeccionado por el amor divino y, cuanto más perfecto es, mayor y más grande es el amor? Así, pues, no dudes que en todo momento ruego por ti y la oración es un canto de amor…
Tanto que te predico en mis cartas, ¿no te lateas? Pero perdóname. Cuando uno ama, no puede sino hablar del objeto amado. ¿Qué será cuando el objeto amado reúne en sí todas las perfecciones posibles? No sé cómo puedo hacer otra cosa que contemplarle y amarle. ¿Qué quieres, si Jesucristo, ese Loco de amor me ha vuelto loca? Es martirio, Lucho, el que padezco al ver que corazones nobles y bien nacidos, corazones capaces para amar el bien, no amen al Bien inmutable; que corazones agradecidos para las criaturas no lo sean con Aquel que los sustenta, que les da la vida y los sostiene, que les da y les ha dado todo, hasta darse El mismo.
Lucho, haz oración. Piensa tranquilamente quién es Dios y quién eres tú, y todo lo que le debes. Anda después de las clases a una iglesia, donde Jesús solitario te hable al corazón en místico
silencio. Únete a mí. A las cinco yo estoy en oración. Acompañemos al Dios abandonado y pidámosle nos dé su santo amor.
Adiós, hermanito tan querido. Siempre tienes hueco en mi pobre corazón de carmelita y hermana…
Teresa de Jesús, Carmelita
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