
¿Veis aquella escarpada cima que se alza en las llanuras de Judea, de
los contrafuertes del Líbano, bañada su planta por el mar azul? Es el Monte
Santo del Carmelo, monumento perpetuo que celebra las glorias de María;
primer Santuario destinado en el mundo a su culto y amor. Si, paréceme
escuchar aquí todavía el dulce himno con que Elías imploraba el fin de tantos
males como asolaban el reino de Israel, confundiéndose en el espacio con la
salvaje gritería de los sacerdotes de Baal, que también rogaban a sus dioses
para que enviasen por fin el suave rocío que concluyera con la angustiosa
sequía. Mas los dioses permanecieron insensibles y sólo el Dios de Elías se
compadeció de su pueblo.
En el lejano horizonte existe una tenue nubecilla que, subiendo en la
celeste esfera, fue cubriendo el firmamento, y pronto, compasiva, dejó caer
su lluvia benéfica sobre los campos desolados y, al recibirla, la tierra se llenó
de alegría, el hombre prorrumpió en alabanzas, la naturaleza despertó de su
triste silencio, los prados se cubrieron de flores, los sembrados de doradas
mieses… Mas ¿quién era esa nube bendita? ¿quién era? ¡Ah! Era la Reina del
Carmelo, que había oído el gemido de los mortales y, extendiendo su manto
esplendoroso como el sol, brillante como la aurora, hermosa como la luna,
dejaba caer sobre ellos el torrente de misericordia de que su corazón está
lleno. Muchos siglos han pasado. Ya la simbólica figura de María ha cedido el
puesto a la feliz realidad; ya la nubecilla victoriosa llovió sobre la tierra al
Justo; ya la vieron los ángeles remontarse a las alturas y preguntáronse
asombrados: quae est ista, que progréditur sicut aurora consurgens, pulchra ut
luna, electa ut sol, terribilis ut castrorum acles ordinata? \
Pero María aún tiene hijos en el destierro, y su maternal Corazón
continúa derramando a torrentes sobre ellos el rocío de su ternura
incomparable. Por eso a Ella acude el pobre en demanda del consuelo; el
rico, buscando en su Corazón su tesoro; el huérfano y el inocente, a pedirle
sus caricias; el anciano, su apoyo; la virgen, su lirio purísimo; el sacerdote, las
almas; el soldado, la victoria para la bandera que deposita a sus plantas. ¡Ah!
Bien lo comprendieron O’Higgins y San Martín cuando le entregaron repetidas
veces su bastón de mando a Ella, que es terrible como un ejército ordenado en batalla.
En sus manos pusieron el poder, la gloria y la bandera. Por eso, más
tarde, en los campos históricos de Chacabuco y en las lomas de Maipú,
supieron, guiados por Ella, vencer con gloria y morir con honor. A las filiales
promesas de sus amantes hijos de Chile, la Virgen Reina contestó con esta
sola palabra “Independencia” y con ella les ganó para siempre su Corazón.
En su honor levantaron por doquiera templos, organizaron procesiones,
instituyeron cofradías y no contentos aún, años más tarde, vióse subir un día la
Santa montaña del Carmelo a un augusto peregrino cuya frente coronaba la
nieve de prematura ancianidad y a quien debíamos llorarían pronto…2 Apoyado
sobre su báculo episcopal iba llevando en sus nobles manos la bandera de su
Patria y al llegar a depositarla a los pies de María, conmovido, sólo supo decirle:
“Madre, en prueba de gratitud, tus hijos chilenos”. Y allá, en la lejana Judea,
quedó para siempre nuestro pendón ondeando al viento y saludando a la
Generala ilustre que tanta gloria le dio. Sí; rendida a sus pies, nuestra patria le
entregó su bandera y también los corazones de sus hijos. Sea Ella para nuestra
nación la estrella tutelar que la guíe por las sendas de la religión y del progreso
y, cuando los enemigos la circunden, muéstrale que eres su Madre, y defiéndela
para que sea siempre “Independiente” y libre de la tiranía del mal.
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